domingo, 1 de enero de 2023

La insoportable vaciedad de no tener destino

 

La insoportable vaciedad de no tener destino. Esa maldita sensación que nos acompaña cada vez que nuestro tiempo gotea malgastándose, deslizándose entre nuestras manos sin remisión, sin ninguna misericordia, sin contemplación posible.

Ese eterno retorno, pálido y esquelético de una rutina diaria, un trabajo que parece hecho para otros y que aparece como un espectro sin tumba, como el ajuar saqueado de una momia que no es la tuya, que te acompaña cada día en un quehacer que no parece hecho para ti, que te absorbe y te consume como la llama a la vela, sin dilación y sin pausa, ya sea en el éxito, cuanto peor en el fracaso, aderezado éste si sucede por trémulo dolor, por dejadez o error a pesar de la dedicación a esa nada, que lo es todo para el resto del mundo.

Nadie puede escribir esto sin avergonzarse en público, sin tener miedo a correr el riesgo de perder sus cadenas de oro con las que se engalana casi todos los días de su vida. Tener este terrible pensamiento inundando tu espíritu ahogado, solo con el deseo imposible de contarlo como una verdad divina, de gritarlo hasta el silencio abotargado de una lengua hinchada y una garganta herida. Como la prueba de fe del profeta, como el mensaje escupido por una divinidad que ilumina tu vida con una lampara que se aleja con mucha más celeridad de lo que tus pobres pies cansados y tus manos temblorosas y dubitativas pueden seguir.

Solo tras su paso va quedando oscuridad, delante de ti, dejándote sin ningún sendero que transitar que no choque con el mundo hostil que te rodea.

Así es siempre como se muestra el destino manifiesto antes de seguirlo como una caricatura o a quien no es capaz de seguirlo nunca. Ese camino a tu gloria imperecedera, a tu derrota más inmortal, esa senda que conoces pero que huyes por miedo a encontrarte contigo mismo, con tu dolor, con tu miseria y con una muerte que un día u otro llegará.

Ese espejo que refleja tu alma el cual nos quieres mirar por miedo a asustarte de tu propia imagen, por terror a ver tu fracaso o tu muerte reflejada, pensando que no siguiéndolo evitaras lo que ya por Dios te es dado, lo quieras o no, lo persigas o lo huyas, lo prediques o lo niegues.

Esa carta sellada, como la palabra de un dios, de los astros mismos, escrita en el cielo antes de nacer con los hechos de tu vida y con eco en los recovecos de tu alma, que se abre sin tu leerla, que se cita sin tu pedirlo, que se agita en tu interior sin tu desearlo. Siempre queriendo salir, haciéndote llorar o extasiarte soñando, haciéndote ver lo pequeño de tu ser en la inmensidad de la obra del universo y del mundo.