La insoportable vaciedad de no
tener destino. Esa maldita sensación que nos acompaña cada vez que nuestro
tiempo gotea malgastándose, deslizándose entre nuestras manos sin remisión, sin
ninguna misericordia, sin contemplación posible.
Ese eterno retorno, pálido y esquelético
de una rutina diaria, un trabajo que parece hecho para otros y que aparece como
un espectro sin tumba, como el ajuar saqueado de una momia que no es la tuya, que
te acompaña cada día en un quehacer que no parece hecho para ti, que te absorbe
y te consume como la llama a la vela, sin dilación y sin pausa, ya sea en el
éxito, cuanto peor en el fracaso, aderezado éste si sucede por trémulo dolor, por
dejadez o error a pesar de la dedicación a esa nada, que lo es todo para el
resto del mundo.
Nadie puede escribir esto sin
avergonzarse en público, sin tener miedo a correr el riesgo de perder sus
cadenas de oro con las que se engalana casi todos los días de su vida. Tener
este terrible pensamiento inundando tu espíritu ahogado, solo con el deseo
imposible de contarlo como una verdad divina, de gritarlo hasta el silencio
abotargado de una lengua hinchada y una garganta herida. Como la prueba de fe
del profeta, como el mensaje escupido por una divinidad que ilumina tu vida con
una lampara que se aleja con mucha más celeridad de lo que tus pobres pies
cansados y tus manos temblorosas y dubitativas pueden seguir.
Solo tras su paso va quedando oscuridad,
delante de ti, dejándote sin ningún sendero que transitar que no choque con el
mundo hostil que te rodea.
Así es siempre como se muestra el
destino manifiesto antes de seguirlo como una caricatura o a quien no es capaz
de seguirlo nunca. Ese camino a tu gloria imperecedera, a tu derrota más inmortal,
esa senda que conoces pero que huyes por miedo a encontrarte contigo mismo, con
tu dolor, con tu miseria y con una muerte que un día u otro llegará.
Ese espejo que refleja tu alma el
cual nos quieres mirar por miedo a asustarte de tu propia imagen, por terror a
ver tu fracaso o tu muerte reflejada, pensando que no siguiéndolo evitaras lo
que ya por Dios te es dado, lo quieras o no, lo persigas o lo huyas, lo
prediques o lo niegues.
Esa carta sellada, como la palabra
de un dios, de los astros mismos, escrita en el cielo antes de nacer con los
hechos de tu vida y con eco en los recovecos de tu alma, que se abre sin tu
leerla, que se cita sin tu pedirlo, que se agita en tu interior sin tu desearlo.
Siempre queriendo salir, haciéndote llorar o extasiarte soñando, haciéndote ver
lo pequeño de tu ser en la inmensidad de la obra del universo y del mundo.